Volver a Freddy Lombard
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Freddy Lombard
Supongo que los cincuenta y siete años que tengo ya no son edad para seguir leyendo tebeos. Sin embargo, mi afición al cómic es tan grande desde antes de saber leer, cuando me cautivaron las viñetas de las aventuras de Tintín sin entender ni una palabra de sus bocadillos, que en los últimos meses le he dado muchas vueltas al asunto. Al final he concluido que mientras viva, voy a seguir leyendo tebeos con regularidad semanal. La cuestión es mucho menos singular de lo que me parece. A la postre, ese cómic en que los lectores de mi generación tuvimos una de las maravillas de nuestra infancia, ha ido creciendo con nosotros, dando lugar a ese cómic adulto que, al día de hoy, cuando apenas se publican tebeos infantiles, copa la práctica totalidad de la producción.
Resuelto ya a leer un álbum por semana, como en mis primeros años, cuando como poco eran un placer de los domingos, he descubierto algunas historietas que, pese a llevar ya décadas en el mercado, me eran desconocidas. Mis siempre limitados espacio y presupuesto -unos estantes y unos números contra los que no hay resoluciones que valgan-, sólo me dan para las nuevas entregas de las colecciones de Blake y Mortimer, Alix, Jhen y poco más. Ese ha sido el motivo de que XIII, la serie creada por Jean Van Hamme (guion) y William Vance (dibujo) me fuera desconocida. Hasta que hace unos meses descubrí el fondo de cómics de la Biblioteca Ángel González. Es más pequeño que el que yo mismo he ido reuniendo a lo largo de esos cincuenta y cuatro años que llevo atesorando tebeos. Pero incluye varias propuestas para las que no me habían llegado ni el espacio ni el presupuesto.
Pese a que tanto Van Hamme como Vance son dos autores canónicos de mi querida Línea Clara -aquel escribió varias entregas de las aventuras de Blake y Mortimer y éste fue uno de los grandes colaboradores de la revista Tintín-, XIII, la serie que los unió, en sus nueve primeros álbumes, no me ha acabado de convencer. A mi juicio, este otro espía sin memoria debe demasiado Jason Bourne -su reconocida inspiración- y como él, cae en un exceso de acción. De modo que por momentos se convierte en ese ritmo sin melodía que son las adaptaciones cinematográficas del amnésico de las fuerzas especiales de la CIA.
En cuanto a mi reencuentro con las aventuras del teniente Blueberry, me ha vuelto a chirriar esa dispersión en la que ya empezaban a caer cuando dejé de comprarlas y leerlas sistemáticamente a comienzos de siglo. Ya definitivamente organizadas en torno a tres series -la original, La juventud de Blueberry y Marshall Blueberry-, la historia del viejo Nariz Rota, que llamaban los sioux al oficial, se me sigue antojando el paradigma de esa despersonalización en la que pueden caer las colecciones prolongadas hasta el infinito. Aquí, el Marshall es, de hecho, un personaje ajeno al teniente propiamente dicho. Por no hablar de las diferencias existentes entre los dibujos de Jean Giraud, el dibujante original y el ya citado Vance, uno de los muchos incorporados en su desaforada prolongación.
La más feliz de mis lecturas del fondo de esta Biblioteca Ángel González ha sido mi recuentro con un personaje que me era sobradamente conocido: Freddy Lombard. Siendo su autor -el malogrado Yves Chaland- el máximo representante de la Línea Clara en los años 80, obran en mi poder desde entonces las dos primeras aventuras de Freddy Lombard -El testamento de Godofredo de Bouillon (1981) y El cementerio de los elefantes (1984)-, su personaje señero. Pero el primer tomo de una edición integral, en la que se incluye una versión coloreada de El testamento..., así como El cometa de Cartago (1986), ha bastado para que vuelva sobre ellas.
Entre las conclusiones sacadas tras mi regreso a estas viñetas quiero destacar las concomitancias que guarda la estética de Chaland -nacido en 1957, sólo dos años antes que yo- con la experiencia con el cómic de cuantos empezamos a amarlo cuando éramos los niños de los 60 y, ya en la linde de los sesenta otoños, seguimos haciéndolo. Así, Freddy, junto a Dina y Sweep -sus compañeros inseparables-, muestran un trazo jovial, más próximo al dibujo concebido para niños que al destinado al lector adulto. De hecho, Freddy -como con tanto acierto señala Javier Agrafojo- puede considerarse una caricatura de Tintín. Ese aire de tebeo infantil no quita para que, cuanto concierne al trío, sea tan de la vida adulta como como la insurrección húngara de 1956 -telón de fondo de la cuarta entrega, Vacaciones en Budapest (1988)- o esas estrecheces económicas que siempre agobian a nuestros protagonistas, hasta el punto de que en El cometa viven, literalmente, en una cueva.
Esa alegría que rezuman las estampas de Freddy Lombard contrasta con el cinismo que late en sus bocadillos. A la larga, también puede entenderse como una visión madura de la afición infantil. Quiero creer que obedece a esta procacidad el racismo de El cementerio de los elefantes. Se ha dicho que es heredero del de Hergé en Tintín en el Congo (1931). Pero el del padre de la Línea Clara -que en su momento era el habitual en el noventa por ciento las narraciones occidentales ambientadas en safaris- fue enmendado por el propio Hergé, en la medida de lo posible, a raíz de que fuese señalado por primera vez. Por no hablar de la denuncia de los linchamientos a los afroamericanos que el maestro haría con posterioridad, en ciertos bocadillos de Tintín en América (1932). Muy por el contrario, los desprecios de Sweep a los porteadores africanos, lo son cuando las narraciones ambientadas en safaris eran impresentables desde el canon surgido con ese nuevo entendimiento que trajeron los años 60. En cualquier caso, la calidad de la obra no se ve contaminada por estos matices.
Acaso venga a paliar ese racismo la chica de El cometa de Cartago. Se trata de una muchacha tunecina, modelo secular de un artista, pero marginada en un pueblo de la costa francesa. Álbum de elipsis prodigiosas, aquí el cinismo de Chaland arremete contra otro dogma de nuestro tiempo: la voluntad popular que, como el mismo dibujante nos sugiere, puede llegar a tener una de sus mayores expresiones en el linchamiento espontáneo de aquel que el pueblo condena. Un apunte nada infantil por más que los dibujos en los que se cuenta lo parezcan.
Más feliz es ese homenaje a Hergé a través de Piccard, el científico del batiscafo. Toma su nombre del profesor Piccard, otro científico extravagante, que en verdad existió e inspiró a Hergé al profesor Tornasol. También me quedo con esto de El cometa.
Publicado el 11 de abril de 2017 a las 08:30.